[OPINIÓN] La necesidad de creer en el ser humano

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Por: Fernando Muñoz C. (Profesor de Filosofía de la Universidad Católica San José)

El ser humano u Homo sapiens/ «Hombre sabio», «hombre que sabe», u «hombre racional» ha sido llamado, definido y calificado como homo faber/ «hombre que fabrica», homo videns/ «hombre que ve», homo politicus/ «hombre político», homo ludens/ «hombre que juega», homo cogitans/ «hombre pensante», u homo credens/ «hombre que cree»; refiriéndose así, a cada una de sus características más relevantes.

De todas estas denominaciones, quedémonos con la de homo credens/ «hombre que cree»; pues, esta se refiere a la peculiar necesidad del hombre de creer, creer en la palabra –el instrumento de comunicación y unión o cohesión– de su prójimo y por ende, en el respeto de las reglas de conducta que han de tener para poder convivir en armonía. Los seres humanos tenemos una tendencia natural a creer y creer a-críticamente, a elaborar “creencias” que se transmiten y comunican en la confianza plena de quienes nos las transmiten.

Ahora bien, de todas las criaturas existentes en la naturaleza solo el ser humano tiene la necesidad de responder al asombro que le provoca todo lo existente, particularmente su propia existencia, y de esta admiración nace la necesidad de una metafísica –advierte Arthur Schopenhauer– que convierten al ser humano en un animal metafísico. Sin embargo, la necesidad metafísica no va cogida de la mano de la capacidad metafísica, puesto que, cuanto más inferior sea el hombre intelectualmente, tanto menos enigmática le parecerá la existencia misma, mas no es ésta la única condición. “Sin duda, el conocimiento de la muerte –agrega el autor de El mundo como voluntad y representación–, junto a la consideración del sufrimiento y la penuria de la vida, es el mayor acicate para la reflexión filosófica y las explicaciones filosóficas del mundo. Si nuestra vida fuera infinita y carente de dolor quizá no se le ocurriera a nadie preguntarse por qué existe el mundo y tiene justamente esta índole, sino que todo se comprendería por sí mismo”[1]. Explicaciones que varían pero que tiene un rasgo común, hacen referencia a algo supremo o divino. Tradicionalmente, predominaron las explicaciones mítico-religiosas, en las que la divinidad al mostrarse, entre otras cosas, le dictaba al ser humano, en la palabra del hombre capacitado para esta experiencia místico-religiosa, las reglas de conducta o valores que debían cumplir para poder vivir en armonía y en un ambiente de confianza.

Por esta razón, en todas partes de nuestro planeta, en todos los tiempos y en todas las circunstancias  –sentencia Joseph Campbell en El héroe de las mil caras–, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten en las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito”[2].

Y es la confianza en la palabra inspirada y la conducta religiosa  del hombre superior,  capacitado para esa particular experiencia místico-religiosa, más la tendencia natural a creer y creer a-críticamente, a elaborar “creencias” que se transmiten y comunican las que nos permiten entender nuestras creencias que obedecen a una necesidad particular de los seres humanos. Creer en la palabra del otro, confiar en él y esta confianza se hace plena cuando está respaldada en la palabra  de un ser superior o divinidad.

“Ahora bien, no deja de ser extraño el hecho de que la mayoría de nuestras creencias –advierte James Shotwell– tengan su origen en creencias anteriores. No parece lógico, pero lo cierto es que llegamos a creer en una cosa a fuerza de creer en ella. La fe –p…stij/ fides– es el elemento básico del pensamiento. Comienza con la conciencia misma. Una vez comenzada, desarrolla una tendencia –una “voluntad”– a la conservación. A decir verdad, es casi la tendencia más arraigada en la mente social”[3]. En consecuencia, lo propio de la mente humana racional, no es la intuición simple y completa de la verdad de modo repentino, sino la pausada elaboración de especulaciones o explicaciones que aceptamos y asumimos a-críticamente y que con el transcurrir de los años se van convirtiendo en creencias que identifican a un colectivo humano.

La razón humana, es, pues, una razón “naturalmente fideísta”. Y, sólo en este sentido, y solamente en este sentido –remarca Lorenzo Vicente Burgoa–, puede aceptarse la expresión agustiniana del “credo ut intelligam/ creo para llegar a entender”: la creencia precede a la inteligencia en muchas ocasiones, en cuanto para llegar a entender necesitamos antes confiar en las enseñanzas de otros”[4].

Este es el dato y el hecho irrefutable que nos muestra la historia de la humanidad y la historia del pensamiento humano, ya sea en su vertiente mitológica, religiosa o filosófica; el asunto es encontrarle una explicación que puede ser insistiendo en la propia fe o en el quehacer reflexivo-crítico de la filosofía.

Los seres humanos necesitamos creer, creer en la palabra de nuestro prójimo, esa es nuestra naturaleza. Y entre los miembros de nuestra especie, existen quienes están dotados para la experiencia particular del encuentro con lo divino-misterioso que al revelarse y hablar, siempre ofrece reglas de vida que debemos respetar.

 Cuando esta naturaleza humana se olvida y se deja de lado la experiencia religiosa, lo que ocurre es la pérdida de nuestra condición de criatura  necesitada de creer u homo credens/ «hombre que cree», que nos lleva a una vida sin sentido, de desconfianza, sin posibilidad de vivir en paz y armonía, una vida completamente desdichada.

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 [1]  Vid. Ob. Cit. Vol. II. pp.158-159.  FCE  de España & Círculo de Lectores. Madrid,  2005.

[2]  Vid. Ob. cit. p. 11. FCE. México,  1959.

[3]   Vid. Historia de la historia en el mundo antiguo. p. 31.  FCE. México, 1982.

[4]   Vid. Las creencias. Estudio filosófico del conocimiento credencial. p. 110. Editorial San Esteban. Salamanca, 2007.