[Opinión] El milagro de estar con nosotros

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Por: Jesús Choy López, alumno del 6to año del Programa Académico de Teología

Viernes 28 de octubre de 1746, son las diez y treinta de la noche. La virreinal vida nocturna de la ciudad de los Reyes recién empieza. De pronto, el suelo limeño se estremece poderosamente. Caen iglesias, torres, edificios, casonas, muros, techos, adobes. Confusión total. Miradas llenas de pánico corriendo en múltiples direcciones, gritos desesperados de los que son sepultados vivos bajo los techos desplomados, ruidos lastimeros de animales enterrados, llanto incesante de niños que inútilmente buscan a alguien en medio de la polvareda. Parece el infierno. No se ve sino dolor, llanto, y desesperación. La ciudad parece perdida. No hay nadie que puede sacar del sufrimiento y del dolor a la ciudad.

Pasadas unas horas, sale del humilde barrio de Pachacamilla, la imagen del Cristo moreno a recorrer las calles de la destrozada ciudad. Se dirige a paso lento hacia la plaza mayor. La gente, conmocionada se acerca llorando a la procesión sólo desean tocar el anda, mirar al Cristo sereno en la cruz, sentir su presencia entre las rotas calles llenas de dolor, percatarse que Dios no les abandona en esos momentos. Pareciera que la ciudad entera le pide al Señor un milagro: que el Cristo moreno se quede junto a cada uno de ellos y los consuele.

Negros, indios, españoles, criollos, mestizos, esclavos, libres, clérigos, religiosos, civiles, todos ante la imagen del Cristo que sufre descubren que el dolor les hace hermanos rompiendo los muros de las diferencias sociales, culturales y políticas. Cristo les une porque Él sufre con ellos, hace suyo su sufrimiento y le da sentido, solo así puede salvarles del sin sentido del dolor que agobia el corazón de tanta gente quebrantada. Era el Cristo que hizo el milagro de aliviar el dolor y dar esperanza. Le llamaban el Señor de los Milagros.

Hoy, después de 272 años sigue en pie esta santa tradición. Todos los octubre Lima se vuelve a teñir de morado, y la gente sale de su quehacer ordinario para recurrir al Señor que sale a las calles de nuestra ciudad, a compartir nuestro dolor, a acoger nuestras súplicas. Y como hicimos en otro tiempo, le volvemos a presentar nuestros sufrimientos y dolores por esos temblores que tenemos en la vida: una enfermedad, un familiar que sufre, un hijo que no viene, una injusticia, un sufrimiento espiritual, y tantas otras congojas que como piedras que caen por las sacudidas de la vida, cargamos día a día.

Y así como hizo en otro tiempo, el mismo Señor nos vuelve a mirar. Sereno, callado, pero atento a cada una de nuestras lágrimas. Y en medio de las tradicionales coplas de las cantoras y el sonido de la banda, en medio del incienso que se eleva y se confunde con las flores lanzadas por las beatas; el mismo Cristo que devolvió la esperanza a los peruanos del siglo XVII, ese mismo Cristo vivo, nos vuelve a mirar, nos llena de esperanza y nos hace el milagro que tanto esperamos: quedarse junto a cada uno de nosotros y consolarnos.