Por: Hno. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti, EP (Profesor de Teología)
El Jueves Santo es el día de la institución de la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo entre nosotros.
Volviendo nuestra mirada hacia aquel día, encontraremos a Jesús junto a sus apóstoles celebrando la cena de Pascua. Los judíos celebraban en esta cena la liberación de la larga y sufrida esclavitud de Egipto.
El sábado 14 de Nissan, todo el pueblo sacrificaba un cordero y lo ofrecía a Dios en acción de gracias por su misericordia. Sin embargo, observemos un detalle importante: en este contexto pascual, Jesús no dice “he deseado sacrificar este cordero con vosotros”; sino “he deseado comer esta pascua con vosotros”. Las palabras de Jesús son muy precisas: Él no estaba simplemente dando continuidad a los ofrecimientos sacrificiales del Antiguo Testamento, sino que estaba instituyendo el ofrecimiento sacramental de su muerte que se daría el día siguiente en el Calvario. En este momento, Jesús propiamente se ofrecía como Víctima por nuestra salvación y el Viernes Santo esto se haría realidad en la cruz. Así Jesús fue, Él mismo, Sacerdote, Altar y Víctima.
A partir de este momento se abre un tiempo nuevo profetizado por el Salmo 110 que decía: “Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec”. En la Última Cena Cristo instituyó el único sacerdocio del Nuevo Testamento, el sacerdocio definitivo, que ofrece a Dios la única Víctima de valor divino, que es el propio Hijo de Dios. Sólo Él, que es Dios y hombre, podría hacer esta oblación de valor salvífico para toda la humanidad. Así, Jesucristo hombre ofrece su vida por nosotros, Jesucristo Dios hace de esta Víctima un sacrificio de valor divino. Por esto su sacerdocio es irrepetible y único. Sin embargo, al terminar las palabras de su ofrenda, Jesús pronunció un mandato a sus discípulos: “haced esto en memoria mía”. En este momento, Él establece la perpetuidad de su ofrecimiento y de su presencia entre los hombres. Los Apóstoles y sus sucesores, por mandato expreso de Jesús, mantienen su presencia y su ofrecimiento al Padre por la remisión de nuestros pecados hasta el fin de los tiempos.
Este sacrificio de Jesús es para la humanidad lo que la respiración es para el ser humano: sin respirar el hombre no vive; sin Cristo toda la humanidad pierde su sentido de existencia.
Efectivamente, la Eucaristía es el ápice de todo el orden sacramental, es alimento de toda la vida espiritual y, al mismo tiempo, la cumbre hacia la cual está tensionada toda la actividad de la Iglesia. El Santísimo Sacramento es la fuente inagotable de gracias, de él mana toda la fuerza de Cristo presente en la Iglesia y en el interior de cada cristiano.
La Eucaristía es el Sacramento del cual brotan y al cual están dirigidos todos los demás Sacramentos, conteniendo en sí todo el bien espiritual de la Iglesia, puesto que todas las obras de apostolado y santificación están unidas a la Eucaristía y a ella se ordenan.
El sacerdocio de Cristo, continuado hoy por los obispos y presbíteros, renueva, actualiza y perpetúa el sacrificio y la presencia del Señor entre nosotros. Mucho más que todas las demás acciones importantes que el sacerdote pueda hacer en favor de la humanidad, se encuentra esta misión primordial de ser el eslabón que une verdaderamente al hombre con Dios, puesto que no hay mayor unión con el Creador que la que se alcanza con la comunión Eucarística.
El sacerdote, presencia de Cristo entre nosotros, nos proporciona la Eucaristía que es el único camino, es la verdad en sí misma y la vida en plenitud.